lunes, 5 de noviembre de 2007

Carta de una isla desierta a un náufrago


Estimado desconocido, mi piel ya no es lo que era desde que te fuiste.


Como una posesa soñé contigo antes de que llegaras, sumida en un estado de desconsolación absoluto. Quiero decir, no es que me aburriera, cosa imposible en el Mar de los Sargazos, con tanto vaivén. No, no fue por eso. Simplemente fue que, desde tu llegada, cada cosa era nueva.

Todo era un gran descubrimiento.


Mis pelos, es decir, mis palmeras... se ponían de tiros largos cada vez que te veían y entre todas competían para ser la que más se doblaba y te ofrecía cocos maduros para que tu mezclaras tus manjares.


Después, mis narices, las cuevas oscuras y frías en donde soportaste los primeros días como aunténtico salvaje, te las cedí amablemente. Luego, cuando tomaste la decisión de hacer tu propia choza, sufrí algo, porque mis narices se resentían porque ya nadie les hacía cosquillas.


Con mis lágrimas y sudor te bañabas. Sí, hasta en eso cedí a tus caprichos, a eso que tu llamabas cataratas y a mí que me daban unas ganas de reír cada vez que te veía desnudo... pero, bueno, no te quiero hacer sonrojar.


Finalmente te mudaste a tu casita, hecha de mis pelos y parte de mis narices. Seguramente creiste que ya habías madurado en tu relación conmigo y te volviste un consentido. Comiste, o mejor dicho, te tragaste casi todo piojo que tenía en la cabellera. Sí, esos que tú llamabas jabalíes, monos, guacamayos y demás familia.


Como decía, estimado náufrago, luego de que me dejaras sin diversión alguna te fuiste. Sin ninguna nota de aviso.


Ahora mi cuerpo está triste porque no te tiene como compañía, ya que eras el último bicho vivo que quedaba en mis entrañas.


Pido una explicación. ¿O te rompo la botella?

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